Claudia se clavó en mi espina dorsal desde la primera hora de vida. Cuando la conocí estaba envuelta en una manta rosa que apenas me enseñaba hasta sus mofletes. Sus ojos fueron el primer espejo que encontré en este mundo y me miraron tan tranquilos que se me olvidó llorar de miedo al ver todas esas cabezas gigantes de voces agudas rodeando nuestra cuna mientras gritaban algo que sonaba como: "¡Leo! ¡Claudia!"
Claudia nació un 20 de Mayo, con permiso de la primavera. Y yo, por razones obvias, también.
Mi hermana era de esas personas que parecen entender la vida desde el primer minuto en que aterrizan en ella. Analizaba el mundo con la precisión de un bisturí que se burla de la muerte en el siguiente milímetro. Calculaba el resultado exacto de cada una de sus pisadas y sabía la respuesta que seguía a cada pregunta. Mi hermana era un planeta encuadrado con tiralíneas en el que yo encontré un rincón humano. El refugio que nadie descubriría en una realidad enferma de superficialidad. En el rincón de Claudia cabíamos los dos.
A lo largo de nuestra vida solo dos mechas consiguieron prender el oculto irracional de mi hermana; su rincón humano.
La primera la descubrí a los 11 años. Y Claudia también.
Teníamos la tele encendida en el canal equivocado; uno de deportes extremos que mamá y papá no nos dejaban mirar ni de reojo. Nunca supe por qué. Manías de adultos. El caso es que ahí estábamos los dos, tirados en el suelo con la tele de fondo jugando a escribir canciones. De repente Claudia me quitó toda su atención y se sentó delante de la pantalla a ver motos volar. “Campeonato de Motocross” citaba el rótulo inferior. Yo la miré como si estuviera loca. Que cambiara las canciones por la tele ya era raro. Pero que dejara nuestras letras por ver motos entre barro era de otro planeta. Claudia sabía que yo adoraba las tardes de canciones porque siempre terminaban con un escenario encima del sofá y ella de público de mi espectáculo. También sabía que yo quería ser cantante de mayor. Así que me enfadé por su desplante sin sentido y me fui a mi cuarto. Al rato escuché un grito, abrí de par en par la puerta de la habitación y me encontré a papá y mamá regañando a Claudia. La habían pillado con el canal prohibido. Estuvo castigada “a todo” durante una semana. En ese tiempo me habló más de mil veces de saltos increíbles, de piruetas, derrapes y caídas. Cada segundo que pasaba escuchándola veía aumentar el brillo de sus ojos. Y entonces empezamos a escribir canciones de vuelos, de sueños lejanos, de libertad y barro en los zapatos. Empezamos a robarle minutos al canal prohibido y a arriesgarnos a los castigos. Claudia cada vez necesitaba saber más sobre ruedas, cascos, amortiguadores y frenos. Y yo cada vez encontraba más inspiración para las letras en lo que me contaban sus ojos mientras hablaba de motocross.
Según cumplíamos años, mi hermana parecía perder su inalterable rectitud, se acercó a los límites de lo vetado en casa…y los sobrepasó. El día anterior a nuestra mayoría de edad supe que algo iba a cambiar. Fueron sus ojos, como siempre, los que me hicieron temblar mientras me soltaba: “Leo, mañana es el principio, podemos ser quienes queramos ser.” Quienes queramos ser. Pensé en esas tres palabras toda la noche hasta que a la mañana siguiente me despertó el huracán. Claudia encestaba ropa en una maleta gigante. Mamá sujetaba un casco entre los brazos mientras gritaba que su niña jamás se partiría la crisma encima de una moto. Papá bufaba algo sobre marimachos y señoritas y añadía al final de cada frase “por encima de mi cadáver”. Claudia me volvió a mirar con los mismos ojos de calma que me hicieron olvidarme de llorar dieciocho años atrás. Supe que tenía un plan. Claudia siempre tenía un plan. Sonreí sabiendo que iba a ganar y me senté en nuestro escenario a verla volar.
A los seis meses me llegó su primera señal de vida desde Bélgica. Una guitarra. En los trastes una nota enganchada: “Te toca hacer piruetas con tus letras”. Le di la vuelta al papel y me choqué de cabeza contra un sueño; era una invitación para la primera competición oficial de motocross de Claudia.
Más de medio año sin verla. Mis suelas rozaron la tierra. Tanto barro removido hasta llegar a ese momento. La distinguí al fondo, igual que en su primera hora de vida. Se había plantado un casco rosa que tampoco me dejaba ver más allá de sus mofletes. Me acomodé a ver volar a Claudia entre sus sueños por segunda vez; ahora sí, por primera en un circuito. Ella me levantó el puño, escaló a la moto, calculó el ángulo de aceleración de la muñeca de su compañera y punteó la arena calibrando su agarre. Calculadora, racionalmente milimétrica.
Aceleran y yo repito: “A lo largo de nuestra vida solo dos mechas consiguieron prender el oculto irracional de mi hermana; su rincón humano.”
La segunda mecha la descubrí a los 18 mientras Bélgica y yo veíamos triunfar a Claudia.
Se quitó el casco y se quedó suspendida en los ojos de una tal Lena durante unos segundos justo antes de lanzarse a su abrazo. Yo me quedé detrás, con los brazos abiertos como un completo idiota ignorado por la campeona. Esta vez no volví a tener 11 años. Esta vez no me enfadé ni corrí a mi cuarto. Esperé a Claudia con la emoción a punto de resbalarme por las mejillas. Ella me saltó encima, le puso un lazo de gala a su sonrisa y sus ojos, siempre sinceros conmigo, vinieron a contarme que alguien más había escarbado hasta el rincón humano que escondían sus costillas. Las miré. En el rincón de Claudia cabíamos los tres.
Alba Ruiz.
Claudia nació un 20 de Mayo, con permiso de la primavera. Y yo, por razones obvias, también.
Mi hermana era de esas personas que parecen entender la vida desde el primer minuto en que aterrizan en ella. Analizaba el mundo con la precisión de un bisturí que se burla de la muerte en el siguiente milímetro. Calculaba el resultado exacto de cada una de sus pisadas y sabía la respuesta que seguía a cada pregunta. Mi hermana era un planeta encuadrado con tiralíneas en el que yo encontré un rincón humano. El refugio que nadie descubriría en una realidad enferma de superficialidad. En el rincón de Claudia cabíamos los dos.
A lo largo de nuestra vida solo dos mechas consiguieron prender el oculto irracional de mi hermana; su rincón humano.
La primera la descubrí a los 11 años. Y Claudia también.
Teníamos la tele encendida en el canal equivocado; uno de deportes extremos que mamá y papá no nos dejaban mirar ni de reojo. Nunca supe por qué. Manías de adultos. El caso es que ahí estábamos los dos, tirados en el suelo con la tele de fondo jugando a escribir canciones. De repente Claudia me quitó toda su atención y se sentó delante de la pantalla a ver motos volar. “Campeonato de Motocross” citaba el rótulo inferior. Yo la miré como si estuviera loca. Que cambiara las canciones por la tele ya era raro. Pero que dejara nuestras letras por ver motos entre barro era de otro planeta. Claudia sabía que yo adoraba las tardes de canciones porque siempre terminaban con un escenario encima del sofá y ella de público de mi espectáculo. También sabía que yo quería ser cantante de mayor. Así que me enfadé por su desplante sin sentido y me fui a mi cuarto. Al rato escuché un grito, abrí de par en par la puerta de la habitación y me encontré a papá y mamá regañando a Claudia. La habían pillado con el canal prohibido. Estuvo castigada “a todo” durante una semana. En ese tiempo me habló más de mil veces de saltos increíbles, de piruetas, derrapes y caídas. Cada segundo que pasaba escuchándola veía aumentar el brillo de sus ojos. Y entonces empezamos a escribir canciones de vuelos, de sueños lejanos, de libertad y barro en los zapatos. Empezamos a robarle minutos al canal prohibido y a arriesgarnos a los castigos. Claudia cada vez necesitaba saber más sobre ruedas, cascos, amortiguadores y frenos. Y yo cada vez encontraba más inspiración para las letras en lo que me contaban sus ojos mientras hablaba de motocross.
Según cumplíamos años, mi hermana parecía perder su inalterable rectitud, se acercó a los límites de lo vetado en casa…y los sobrepasó. El día anterior a nuestra mayoría de edad supe que algo iba a cambiar. Fueron sus ojos, como siempre, los que me hicieron temblar mientras me soltaba: “Leo, mañana es el principio, podemos ser quienes queramos ser.” Quienes queramos ser. Pensé en esas tres palabras toda la noche hasta que a la mañana siguiente me despertó el huracán. Claudia encestaba ropa en una maleta gigante. Mamá sujetaba un casco entre los brazos mientras gritaba que su niña jamás se partiría la crisma encima de una moto. Papá bufaba algo sobre marimachos y señoritas y añadía al final de cada frase “por encima de mi cadáver”. Claudia me volvió a mirar con los mismos ojos de calma que me hicieron olvidarme de llorar dieciocho años atrás. Supe que tenía un plan. Claudia siempre tenía un plan. Sonreí sabiendo que iba a ganar y me senté en nuestro escenario a verla volar.
A los seis meses me llegó su primera señal de vida desde Bélgica. Una guitarra. En los trastes una nota enganchada: “Te toca hacer piruetas con tus letras”. Le di la vuelta al papel y me choqué de cabeza contra un sueño; era una invitación para la primera competición oficial de motocross de Claudia.
Más de medio año sin verla. Mis suelas rozaron la tierra. Tanto barro removido hasta llegar a ese momento. La distinguí al fondo, igual que en su primera hora de vida. Se había plantado un casco rosa que tampoco me dejaba ver más allá de sus mofletes. Me acomodé a ver volar a Claudia entre sus sueños por segunda vez; ahora sí, por primera en un circuito. Ella me levantó el puño, escaló a la moto, calculó el ángulo de aceleración de la muñeca de su compañera y punteó la arena calibrando su agarre. Calculadora, racionalmente milimétrica.
Aceleran y yo repito: “A lo largo de nuestra vida solo dos mechas consiguieron prender el oculto irracional de mi hermana; su rincón humano.”
La segunda mecha la descubrí a los 18 mientras Bélgica y yo veíamos triunfar a Claudia.
Se quitó el casco y se quedó suspendida en los ojos de una tal Lena durante unos segundos justo antes de lanzarse a su abrazo. Yo me quedé detrás, con los brazos abiertos como un completo idiota ignorado por la campeona. Esta vez no volví a tener 11 años. Esta vez no me enfadé ni corrí a mi cuarto. Esperé a Claudia con la emoción a punto de resbalarme por las mejillas. Ella me saltó encima, le puso un lazo de gala a su sonrisa y sus ojos, siempre sinceros conmigo, vinieron a contarme que alguien más había escarbado hasta el rincón humano que escondían sus costillas. Las miré. En el rincón de Claudia cabíamos los tres.
Alba Ruiz.